Primavera
I
De
lomo o de cuadrada, así son mas grandes, no, mejor de peceto, si, serán más
chicas, pero tal vez salen más, si, las milanesas que sean de peceto. Y también
pan, por lo menos un kilo. Y unas botellas de plástico para llevar jugo. Y galletitas
y mandarinas. El listado tendría cosas simples, pero la cara de Papá mirando
ese garabato escrito a las apuradas, eso sí que es cosa seria, pasaba del
asombro a la alegría, de la sonrisa al gesto adusto, pero al final, todo se
podía. Entonces, casi un mes antes, ya todo estaba organizado. Aunque al final,
los varones se encargaban de la pelota y el mate, las mujeres del almuerzo y el
postre, todo estaba organizado.
El
viaje en colectivo primero, después en tren, luego el subte hasta Palermo. ¡Qué
manera de reírse! Y hablando a los gritos, pero nada de líos, ya eran grandes
aquellos chicos y chicas a punto de salir de la escuela secundaria. Ni siquiera
hacía falta que los acompañara un adulto, ¿Para qué?, ellos sabían cuidarse
solos. Palermo era una fiesta por donde se lo mire, cientos o tal vez miles, de
niños y niñas, algunos cantando a coro en torno a algún improvisado
guitarrista, otros caminando en grupos, con una alegría infinita, -y cierta
invencible audacia- llevándose el mundo por delante. Ahí estaban ellos,
parándose firmes ante esa, su Primavera argentina, con su andar de primer beso,
con su alocada carrera en una cancha de futbol sin límites, empapados en sudor,
roncos de juventud, parte de un paisaje de flores a punto de explotar en
colores, viviendo a más no poder la algarabía de un septiembre iluminado con
las rosas nuevas de un 1983 poderosamente florecido de democracia.
Primavera
II
¡Más
fuerte, más fuerte!, con su voz a media lengua, ella que apenas tiene cinco
añitos le pide a su hermano que empuje la hamaca hasta las nubes. Ya
recorrieron el tobogán, y hasta el subeybaja, en el que su desgarbado acompañante
se animó a subirse solo para darle el gusto. Un rato en el arenero y luego
juntar el delantal, la bolsita de tela a cuadros con el vaso y emprender camino
más allá de la plaza, que repleta de familias, jóvenes y niños, los apretuja y
los deja salir. Luego, a caminar despacio, de la mano a veces. El tiene diez
años mas que ella, la mira a través del flequillo y los anteojos gruesos, no le
quita la mirada. Es su responsabilidad. Desde que dejó de estudiar trabaja a
veces de vendedor ambulante, y hace de cuidador permanente de su hermana. Ella,
de cabello rizado y rubio, corre si él la deja atrás, se esconde tras una
planta, vuelve a salir, jugando así y caminando entran en una panadería y
compran media docena de medialunas. Siguen su camino de la mano. Un rato más
tarde están en la rambla, bajan a la playa. Tienden una lona y se sientan a
esperar.
Cruzando
la calle, en la ventana del sexto piso de un alto y suntuoso edificio, una
mujer limpia los vidrios y los mira. Ellos la descubren y alzan los brazos.
Ella se abre el guardapolvo color celeste y les muestra que debajo ya tiene
puesta la malla de baño. Con un gesto les dice que ya termina, que ya baja.
Luego, con sus brazos musculosos la mujer aprieta el trapo con firmeza contra
el vidrio, saca el cuerpo hacia afuera de la ventana. Abajo, los dos se miran,
contienen el aliento. Ella termina de limpiar ese vidrio, vuelve a entrar,
vuelve a hacerles señas. Unos minutos después, se encuentran en la playa, se
unen en un abrazo, ríen, comparten mates y medialunas. En esa comunión, la madre y sus dos hijos no
saben que muchas primaveras después, en otro país, él recobrará ese momento de septiembre,
escribiendo conmovido para la última página de un diario.
Danilo
Perez
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