El
río sigue ahí, impávido ante la luna de este octubre que se termina. Anochece
en Moreno y el cielo en este lugar en el mundo se refleja en ese fluir
constante, donde alguna vez hubo bañistas y un ajetreado devenir de vecinos,
llegados en busca del aire distinto, la arboleda profusa, el cambio de aire.
Pero aunque el río está, fluye, y en su andar confirma aquella añeja ley de la
dialéctica que asegura que todo cambia y nada permanece estático, que nadie se
baña más de una vez en el mismo río.
Claro
está, por un lado, porque aquellas aguas donde algún vecino recordará haberse
sumergido, a esta altura ya resulta imposible volver a zambullirse, y por otro,
porque el tiempo, que nos sucede a todos, ha dejado secuelas incluso en esas
aguas.
Hoy,
mientras la nostalgia
se moja los pies en una pileta de lona, la realidad nos
muestra que el distrito ha cambiado. Es cierto que el río no es el mismo, y al
mismo tiempo, lo es. Distante algunas cuadras de su sombra está la arboleda, más
allá, peleando palmo a palmo con los altos edificios, allí están sus
estudiantes universitarios, los barrios nuevos, los incesantes nuevos vecinos
que llegan, y los veinte morenenses que nacen aquí cada día.
Late
Moreno, en su pulso a veces olvida aquel tiempo donde la cantidad de habitantes
no superaba la cuarta parte de la actual, cuando no había hiper sino almacenes,
y donde algunas bicicletas asomaban ruidosas por las calles de tierra. En
alguna de aquellas tardes, cuando muchos siendo niños habrán sabido de furtivas
excursiones de pesca, de campeonatos de fútbol con pelota de trapo, y de
esperas interminables para ver pasar el tren en la estación de chapas, se
reflejan aún las verdes enredaderas, a
su sombra andan quizás, Florencio y Elvirita, creando una escuela, levantando
su rancho, eternizando paisajes, presenciando con miles de otros entrañables
ciudadanos de Moreno que ya no están, el paso del río, que igual que ayer o
hace 150 años, fluye.
(Imagen: BP-La Opinión de Moreno)
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