Copo de nieve
En el año 2013 se sancionó la Ley 26.852 que declara el 8 de noviembre como “Día Nacional de los/as afroargentinos/as y de la cultura afro” en conmemoración a María Remedios del Valle, la integrante del Ejército del Norte que participó en las batallas de El Desaguadero, Salta, Vilcapugio y Ayohuma y que fue designada por el General Manuel Belgrano “Capitana del Ejército”. En atención de esa efeméride, comparto esta historia simple, sin más pretensión que la de recobrar la presencia de un personaje que bien podría considerarse no menos valioso en los recuerdos de cierto niño lejano: la historia del Negro Lazar.
Nos habíamos mudado a una casa enorme. Y para ayudar con las cuentas mis padres habían destinado una de las piezas a alquiler. Uno de los inquilinos que pasaron por allí fue Lazar, o el negro Lazar como le decían. Era brasilero, tenía unos 30 años, y le gustaba bailar. Y hablar mucho. Era compañero de trabajo de mi padre. Ambos hacían la misma tarea en la distribuidora de café y yerba: pesar, coser y estibar las bolsas de 50 kilos de esos productos. Pero el negro Lazar era distinto, no era un laburante común, estaba siempre sonriendo, y con mucha predisposición.
Por eso se había ganado la confianza de los patrones, que habían visto en el negro alguien que obedecía sin preguntar y muchas veces le asignaban tareas por fuera de lo normal, desde mandados a trámites de menor responsabilidad a alguna dependencia del Estado. Lazar cantaba además, no profesionalmente claro, pero cantaba. Todo el tiempo. Susurraba alguna melodía, silbaba. Es decir que su presencia en la casa nunca pasaba desapercibida. Y era absolutamente compinche con mi hermano y conmigo.
Mi viejo no le tenía mucha simpatía, lo celaba un poco de mi madre y si le alquiló la pieza fue porque en verdad se necesitaba la plata para pagar el alquiler de aquella casa. Eran tiempos difíciles. Y por esa misma razón, tampoco había televisión ni plata para paseos. Quizás por eso Lazar solo sabíamos su apellido- era especialmente importante en la vida de la familia. La lucha cotidiana de mis viejos, el trajinar acostumbrado de cada día, se cortaba con la presencia de él, que llegaba y le ponía sonidos a la casa. Recuerdo que los domingos, con su castellano atropellado de palabras en portugués, solía contarnos historias en la hora de la siesta, era compañero para jugar a las cartas o a la pelota y un buen payaso para hacernos reír con morisquetas.
Una tarde regresó más temprano del trabajo. Apenas había pasado el mediodía, creo, porque Mamá estaba lavando los platos y se asombró cuando desde la ventana de la cocina vio pasar la figura del negro. El saludó con una sonrisa enorme y se encerró en el cuarto. Al rato salió y le dijo a mi vieja si nos podía llevar a pasear. Ella, presionada por nuestra mirada pedigüeña, entre asombrada y contenta dijo que sí. Y allá partimos: el negro, mi hermano y yo, los tres rumbo a los juegos del parque.
Una hora después ya habíamos andado en la montaña rusa y en los autitos chocadores más veces que en toda la vida. Y habíamos tomado coca y comido helado hasta decir basta. Al caer la tarde no había lugar y juego del parque donde no hubiésemos estado. Lazar nos preguntaba si queríamos una vuelta más y la respuesta siempre era un si enorme. Serían como las diez de la noche cuando decidimos regresar.
Lazar caminaba en medio de mi hermano y yo. A veces se detenía para hacer alguna mueca burlona, saltar, mostrarse cansado, reírse, tirar un paso de baile. Así volvíamos los tres. Cuando doblamos en la esquina de casa ya vimos la gente en la puerta. A lo lejos se percibía la figura de mis padres. Junto a ellos otras personas. Ahora creo que eran dos, sí, eran dos. Dos policías.
A mi se me cayeron los caramelos que llevaba en las manos del susto y empecé a correr, pensé que se había prendido fuego la casa o algo así. Lazar me tomó de la ropa y me detuvo, le dijo a mi hermano que nos quedáramos los dos juntos y tranquilos, que no pasaba nada. Entonces caminó adelante hacia la casa. Los policías lo agarraron de un brazo y lo pusieron contra la pared. Mamá se agarraba la boca. Los policías entraron en casa y le preguntaron a los gritos al negro por la plata. Donde está la plata. A esas cuatro palabras Lazar contestaba siempre igual “eu passei, passei”. No tardaron mucho en darse cuenta que les decía “Yo gasté”.
Y era cierto, la plata que le habían dado para depositar en el banco la había gastado… con nosotros en una tarde inolvidable en los juegos del parque, en helados, caramelos, pochoclo, manzanas acarameladas, y esos gigantes copos de azúcar.
A Lazar entonces le pusieron esposas. Y cuando se lo llevaron caminando, dio vuelta la cara por un instante y nos hizo una guiñada. Fue la última vez que lo vimos.
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