miércoles, 9 de septiembre de 2015

Donde fueron a parar- Edición impresa jueves 10/09


Donde fueron a parar

En los ´70, Australia abrió las puertas a todas aquellas parejas que tuvieran un oficio y ganas de trabajar y poblar su continente. 
Al convite respondieron miles de familias sudamericanas. En un Uruguay donde la pobreza convivía con el perfil de país trazado por un gol-pe militar, Lilian -embarazada- y su marido llenaron formularios, fueron a entrevistas y aceptaron la oferta para empezar una nueva vida del otro lado del planeta. Se fueron entre sollozos y promesas de regresar y después de un largo viaje, llegaron a su nuevo hogar, donde a cambio de años de duro trabajo, consiguieron lo que buscaban. 
Casi al mismo tiempo, otro éxodo se producía en la misma familia, aunque con rumbo norte. 
El primero en irse fue el Tito. Sumido en una profunda depresión por la muerte de su mujer, vendió todo lo que tenía, se entrevistó con el cónsul americano para pedirle la visa prometiéndole que se trataba de un viaje de paseo, pero el funcionario no le creyó. “Me voy igual” le dijo a su familia. Se compró un diccionario de inglés, pagó para que los coyotes lo hicieran pasar en la frontera. Y entró al país sin saber una palabra del idioma. Así, de contrabando, trabajó de cualquier cosa, hasta llegó a vender su sangre a cambio de unos dólares para comer. 
Un par de años después volvió al pago con la intención de llevarse con él a un sobrino. Pero el pibe que un tiempo después se radicaba en Argentina, igual que su hermano menor-, prefirió quedarse. El Tito anduvo unos meses buscando en que invertir el dinero que había juntado. Al final, una noche se apareció en la casa de un hermano. Vamos a Estados Unidos”, le dijo. “Mirá que yo cuento con los dedos nomás”, le advirtió su hermano. “Nos vamos”, le dijo el Tito. 
Ambos cruzaron la frontera arrastrándose toda una noche en el barro, escuchando el paso de las patrullas, los perros, las luces. Cuando por fin llegaron a destino, empezaron otra vida, otra lucha. En la esperanza de un mañana mejor, se emplearon de cuanto trabajo encontraron. 
Algunos años después, en la misma familia, cierta joven, casi una niña todavía, subió a un avión rumbo a Esta-dos Unidos. También dejaba parte de su gente en Montevideo. Buscaba un futuro más generoso. Sin saberlo, emulaba a su padre, un hombre igual de luchador que casi adolescente llegó, de España escondido en un buque de carga, escapando de la guerra civil. 
Le costó innumerables sacrificios de una lucha que aún no termina. Pero lo consiguió. Detrás de ella viajaron años después sus hijos. 
 “Uruguayos, donde fueron a parar por los barrios más remotos de Colombes o Amsterdam. Antes éramos campeones, les íbamos a ganar, hoy somos los sinvergüenzas que caen a picotear. Trabajador inmigrante es la nueva profesión. al que agarran sin papeles lo fletan en un avión”: vuelta poesía así por Jaime Roos, la sangría de Uruguay refleja apenas el dolor de la lejanía, el trabajo de adaptarse a un futuro, un país, hasta un idioma, una ideología que no se conoce. Todo eso y más. Uruguay dicen, tiene cerca de tres millones de habitantes. Y podría de-cirse que una cantidad similar anda por los rincones del mundo. 
No son los únicos latinos que empujados por los sueños, por un régimen militar, por la sana búsqueda de un mañana más venturoso, escapando a la pobreza, dejan su tierra. En esa gigantesca nación paralela, hay argentinos, chilenos, bolivianos, venezolanos, puertorriqueños. Ellos están en todo el planeta. A fuerza de empeño son los brazos hacedores detrás de los logros que muestran “los países poderosos del primer mundo”. 
Ahora que ha pasado el tiempo y a tropezones parecen redibujarse los mapas, por la costumbre nomás de ser buenos anfitriones, los países latinos mantienen sus puertas abiertas a los que huyen del otro continente. 
Y por esas cosas propias de su destino, aquellos países poderosos se ven obligados a abrir sus fronteras.  
 Aunque les aterra a sus gobernantes la idea de devolver lo que han quitado, desde la riqueza hasta la paz. Porque los poderosos han fomentado las guerras y la miseria que ellas traen. 
Con ostentosa hipocresía han bombardeado para después distribuir ayuda humanitaria, han conspirado pa-ra estrujar las ciudades de las que hoy, con pavorosas ganas de vivir, escapan familias desesperadas por beber del agua y respirar del aire que es de todos.  
Las noticias cuentan los miles de muertos en el intento. Pero esa oleada enorme de almas no se atemoriza, y ya no se detendrá. 
“El desplazamiento del sur al norte es inevitable; no valdrán alambradas, muros ni deportaciones: vendrán por millones. Europa será conquistada por los hambrientos”, dijo una vez José Saramago. Si el escritor viviera comprobaría lo acertado de su pre-monición. Y que aquellas tibias corrientes migratorias se han vuelto ventarrón.

Pedro R. Pallero

No hay comentarios. :

Publicar un comentario

Gracias por acompañar y mejorar nuestra tarea con su comentario.