El cielo y el infierno
La tana es profesora de historia, pero así y todo a veces se le escapa un cocoliche y manda piquilina en lugar de capelina.
Por eso y porque pocos se acuerdan de su nombre y apellido, le decimos Piquilina. Le encanta filosofar sobre cuestiones del momento.
Ayer, a media mañana, en plena lluvia, entró con un viento helado al bar. Dejó su maletín y el paraguas al lado de la puerta, pidió un vaso de agua, como hace cuando va a empezar uno de sus relatos. Empapada como estaba se sentó a la mesa, se mojó apenas los labios con el agua, sonrió y mirando fijamente a la ventana empezó a hablar así: “Un hombre, en alguna parte del planeta, se banca la vida avivado por el deseo de conocer a quien decide destinos desde las ti-nieblas. Dedica la vida a descubrir ese hueco en el tiempo y el espacio donde piensa que se devela el misterio. Se somete al abismo del destino, que lo obliga a vivir situaciones horrendas y otras imponentes. Con una grandeza digna de cualquier otro ser humano, el tipo toma esas cosas como si fueran pruebas o algo así. Alcanza cierta notoriedad, se destaca por su hidalguía, hasta llega a mostrar características de líder. Por mero oportunismo y con aire inconmovible hasta alguna vez ayuda a alguien, como si fuera un cercano amigo. Al final de ese trayecto que tuvo como fotos de una espantosa película y también pasajes que podrían merecer un lugar destacado en la historia de la humanidad, el sujeto duda sobre su propósito, pero ya es tarde”.
La Tana tomó de un sorbo lo que quedaba en el vaso, siempre mirando ensimismada por la ventana. Afuera la lluvia caía fuerte. Ella siguió: “Otra persona, digamos, en un punto bien distante del otro tipo, entiende que por algún designio debe encontrar al supremo hacedor de la humanidad. Entregado a ese objetivo, hace el bien a diestra y siniestra, siembra buenas cosas a su paso, estudia, se prepara para ese instante en que él piensa estará ante el creador. En el camino se encuentra con buenas personas, se encuentra con seres bellos, incluso con seres que parecieran ser bellos y que interiormente son una porquería. Nada lo defrauda. El tipo sigue adelante como guiado por una fuerza interior que le impide detenerse, darse por vencido, ni siquiera decaer un poquito. Así avanza años largos e insoportables. Siente que algunos han transcurrido en vano, años deprimentes en los que nada sucedía o nadie se le acercaba en busca de ayuda para permitir que él mostrara sus dotes de hombre bueno. Hasta que en determinado momento, presiente que podría alcanzar lo que tanto ha deseado”.
Piquilina se quedó en silencio un rato. Me pidió un cigarrillo, lo prendió, le dio una larga pitada y largando una bocanada de humo siguió: “En un lugar del mundo donde la paz y la guerra son como soles de idéntico tamaño, ese lugar puede estar en cualquier coordenada, surgen de pronto esos dos tipos. Son figuras similares que parecen hechas de hielo. No puede distinguirse bien porque los veo desde tan lejos”, aclaró la Tana achicando los ojos, “es algo que más bien debe sentirse. Caminan uno hacia el otro, lentamente. Se detienen. Uno de ellos descubre que el otro está desnudo. Ambos se miran, dan un rodeo. Se alejan dedicándose una mirada despectiva, con algo de temor. Se pierden. Se vuelven puntitos en el firmamento mientras siguen caminando. Ninguno de ellos comprende que ha estado ante quien buscaba”.
¿Y así termina tu relato Tana?, le dijo casi gritándole el mozo, que se había quedado escuchando después de traerle el agua.
Piquilina se levantó, lo miró fijamente a los ojos y dijo: “La violencia de cada día y los esfuerzos que del lado del bien y del lado del mal se hacen para estimular ese fuego, promueven el desencuentro. En el fondo, los tipos no solamente niegan la paz, posiblemente niegan su propia existencia. Ya paró la lluvia, pero fijensé que igual la gente va a seguir buscando roña y discutiendo por pelotudeces, el cielo y el infierno somos nosotros”, dijo.
Después agarró el maletín y se fue, olvidando el paragüas y dejando la puerta abierta.
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