Plena mañana de sábado en el bar. Las ventanas abiertas. El aire de diciembre que entra refrescando el vendaval de voces, aroma de café y tostados. Y en el medio del paisaje, el
viejo Antonio Montana que entra a la corrida y le dice al mozo:
-“Dame 200 mangos para pagar el taxi”
Entre asombrado y desprevenido ante el mangazo urgente, Alfred, el mozo, sacó la billetera con su acostumbrada parsimonia sin dejar de mirarlo a los ojos y le dio la plata.
Antonio salió con los billetes en la mano y al ratito entró empujando la puerta con la espalda, las dos manos llenas de bolsas. Bolsas de todo tipo, de papel, de cartón, de supermercado. “¿Quién me alcanza los tachos que dejé afuera?”, preguntó a viva voz.
Los que estaban en la mesa miraron por la ventana o simularon recibir una llamada al celu. El flaco Milton y yo, seguramente por no encontrar coartada, salimos en su ayuda. En la vereda había un tacho de ceresita y dos de pintura sintética.
El viejo Antonio se había sentado en mi lugar cuando entramos con las latas. Y estaba comiéndose mi tostado.
-Ya que aceptó el convite espero nos cuente en que anda nuestro jubilado preferido-, le dijo Milton, que le encantaba hablar con ironías.
-Y yo espero que me devuelva los 200 pesos, dijo Alfred.
-Si, si, todo a su tiempo, nadie se hace más rico por 200 mangos mas o 200 mangos menos -dijo el viejo- Acá tienen la respuesta.
De a poco empezó a sacar cosas de las bolsas y las puso sobre la mesa. Hubo que correr el café y los platitos del tostado.
Un par de paquetes de harina, fideos, queso rallado, una camisa de invierno, dos calzoncillos, una camiseta de friza, un par de medias, un cinto, un llavero, cuatro máquinas de afeitar, tres latas de pomada marrón, tres latas de pomada negra, cuatro cajitas de gelatina, un par de bolsas de azúcar, seis frascos de mermelada de ciruela, dos botellitas de antiácido, una bolsa con tomates, otra con papas, otra con un zapallo y cebollas, una bolsa de pan, un paquete enorme de queso cremoso... El viejo agarraba las cosas con su mano temblorosa, entusiasmado, casi diría emocionado.
-¡Pero viejo, se compró de todo!- dijo el mozo.
-¿Y por qué te pensás que te pedí la plata para el taxi? ¡Cobré la jubilación y la invertí!, -apuntó Antonio.
-¿Pero y para que compró tanta cosa, y la pintura, la cerecita..?-. Quise saber yo.
-¡Ustedes en qué país viven ché! -dijo el viejo, exaltado- ¿No saben que todo aumenta a cada minuto?. El viernes el kilo de papas estaba a 3 pesos, hoy está 6, los tomates estaban a 18, hoy a 24, la pomada pasó de 15 a 25, la camiseta estaba a 200 mangos, seguro que va a aumentar igual que la camisa, las medias.
-Pero viejo, la ceresita para qué la quiere y el cinto, las otras cosas. Podían esperar me parece- . Comentó el mozo mirando la mesa repleta de cosas.
Antonio Montana, el viejo Antonio, había trabajado toda la vida haciendo corretaje de blanco y mantelería, en negro. Pero pudo jubilarse igual hace un par de años, “con la mínima, pero jubilado”, según aclara siempre.
Con voz nerviosa relató: “Fui a comprar cemento al corralón, pero me dijeron que hasta después del 10 no hay, entonces me traje la ceresita, que todavía quedaba un balde. A la pasada me detuve con el taxi en la ferretería y me traje la pintura”.
-Pero ¿y el queso?-. Dijo Alfred.
-Estaba en oferta, era la última horma que quedaba en el almacén.
-Y tantos frascos de mermelada de ciruela ¿Tanto te gusta?, le increpó el mozo.
-Para después del queso-, argumentó Antonio.
El flaco Milton, que se había quedado sin palabras ante la escena, se sentó al lado del viejo y lo abrazó, le dio un beso largo en la frente. “Pero viejo, ¿y ahora cómo vas a hacer para llegar a fin de mes?, le dijo.
Antonio se separó del abrazo. Como si lo hubieran pinchado con algo se levantó de golpe y nos miró un ratito en silencio a todos. Las otras personas que estaban cerca también habían seguido lo que ocurría en nuestra mesa y observaban atentos, escuchaban. De pronto empezó a enumerar precios, del pan, la yerba, el atún, los cordones de zapatos, las pastillas para la presión, la garrafa de gas, la factura de la luz. El viejo mostraba una memoria prodigiosa y un alocado conocimiento de precios, pero real.
Mientras iba juntando las bolsas, se iba caminando. Alfred le abrió la puerta para ayudarlo. “Mañana vengo a buscar los tachos. Guardalos, no te hagás el gil”, le dijo Antonio al pasar.
Cuando volvió el mozo, le di 100 mangos. “Cobráte”, le dije.
-Faltan 50- dijo Alfred.
¿Un tostado y un café 150 mangos?, le pregunté.
-Vos en qué país vivís ché, ¿no sabés que todo aumenta?.
Le di mi único billete de Malvinas y salí. Por la ventana Alfred me sonrió mientras acomodaba las latas atrás del mostrador. Al cruzar la calle vi que en la carnicería actualizaban con tiza mojada el precio del kilo de asado en la negra cartelera de chapa…
No hay comentarios. :
Publicar un comentario
Gracias por acompañar y mejorar nuestra tarea con su comentario.