Pesebre
Parado detrás de la puerta que da al quirófano, un hombre reza en un susurro casi y pronuncia el nombre de su hija que hace unas horas entró para una delicada operación. Adentro, ella anestesiada, observa, entre asustada y aburrida, las luces, el ajetreo del lugar. Hay dos emergencias en el medio de la escena, una mujer con un terrible desgarro, y un hombre baleado. Todos esperan que en el decurso de las horas un grupo de hombres y mujeres produzcan ese milagro que significa salvar una vida.
Entretanto, por los pasillos, desinfectante, agua, secadores: una mujer y un hombre van limpiando y otro apura el paso llevando varias bolsas de basura en un carro. Otro casi corre llevando una silla de ruedas a la entrada de las urgencias.
Desde el fondo de la escena mientras traen a bordo de otro carro algodón y cajas con medicamentos, una mujer que ayer dio a luz trata de eludir la seguridad para escapar a la calle, y fumar. O tal vez para huir de una realidad tristísima, para no regresar. Desde el ascensor baja una pareja y un hombre, están llorando: son los familiares de una persona que acaba de morir.
La planta baja, donde un enorme arbolito asegura que la Navidad existe, no escapa al movimiento febril del hospital. Allí, una enorme fila reclama impaciente, un turno para alguna de las especialidades.
En los pasillos de la planta baja, lejos del ruido, o tal vez acostumbrado a él, un indigente acomoda unas bolsas y se apresta a dormir en un banco de madera. Más allá, cerca de la Guardia, el universo parece establecer un orden donde la gravedad, la pobreza, la ternura, la soledad, la justicia y la injusticia, el dolor y el abandono, contrasta con la prepotencia del trabajo que los trabajadores del nosocomio le imponen a duras penas a la atención sanitaria. Con escasos recursos, a contrapelo de la realidad de un estado que parece ignorarlos, a despecho de los muchos, eternos puestos vacantes, los insultos cotidianos y los magros salarios, le ponen a la Salud en esta parte del mundo un factor esencial para curarse: calidad humana.
Un piso arriba, del quirófano acaba de salir la niña, recién operada, somnolienta por la anestesia, quiere sonreír ante sus padres que la esperaban y al paso de la camilla le acarician las manos, los pies, el pelo.
Por la noche, cuando las luces de la sala ya están apagadas, desde el pasillo surgen tres figuras. Ataviados con pelucas amarilla, azul y violeta, pantalones rayados, sombreros colorinches, narices coloradas, zapatos enormes de sigiloso andar, sonrisa cómplice. Van soplando burbujas de jabón. Visitan a los pacientes los payamédicos, toda una institución de esperanza en la alegría.
Bromean, “¿Hacemos magia?” pregunta uno de ellos, mientras los otros dos hacen morisquetas ¿Dónde está la que operaron hoy?”, preguntan. “Soy yo”, responde una vocecita desde la cama. Repiten su rutina una y otra vez, y un aire fresco sopla en la atribulada galería, entra en las habitaciones. Ellos dejan regalitos, consiguen muchas sonrisas, luego como llegaron, desaparecen.
En la madrugada del caluroso diciembre, han nacido otras niñas, las mamás las acunan, las enfermeras van y vienen con instrucciones, pesan a los recién nacidos, preguntan por sus nombres, diligentes escriben. Los datos serán relevados una y otra vez. A media tarde, dejando un saludo en la inminente Navidad, un grupo entra en cada sala repartiendo un presente y un pequeño pan dulce a los pacientes internados.
De pronto, en medio de ese aletargado momento, vuelve a surgir la emergencia, una mujer, muy joven es la protagonista. Una médica ordena sin perder la calma “Los quiero ver a todos con guantes”. La cargan en una camilla, y avanzan velozmente por el corredor, corren a la par dos médicos, dos enfermeras, una de ellas sostiene el suero en lo alto. Ya pidieron dos unidades de sangre. En la sala, las madres acunan a sus bebés. La niña abre el presente que dejaron las mujeres vestidas de rosa, es un pesebre, un pequeño pesebre que trae un diminuto cartelito escrito a mano. La niña lo lee. Se le ilumina a mirada ante la frase que revela una certeza.
Pedro R. Pallero
Diario La Opinión de Moreno
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