La
tarde del Viernes Santo presenta el drama inmenso de la muerte de Cristo en el
Calvario. La cruz erguida sobre el mundo sigue en pie como signo de salvación y
de esperanza. Con la Pasión de Jesús según el Evangelio de Juan contemplamos el
misterio del Crucificado, con el corazón del discípulo Amado, de la Madre, del
soldado que le traspasó el costado.
San
Juan, teólogo y cronista de la pasión nos lleva a contemplar el misterio de la
cruz de Cristo como una solemne liturgia. Todo es digno, solemne, simbólico en
su narración: cada palabra, cada gesto. La densidad de su Evangelio se hace
ahora más elocuente. Y los títulos de Jesús componen una hermosa Cristología.
Jesús es Rey. Lo dice el título de la cruz, y el patíbulo es trono desde donde
el reina. Es sacerdote y templo a la vez, con la túnica inconsútil que los
soldados echan a suertes. Es el nuevo Adán junto a la Madre, nueva Eva, Hijo de
María y Esposo de la Iglesia. Es el sediento de Dios, el ejecutor del
testamento de la Escritura. El Dador del Espíritu. Es el Cordero inmaculado e
inmolado al que no le rompen los huesos. Es el Exaltado en la cruz que todo lo
atrae a sí, por amor, cuando los hombres vuelven hacia él la mirada.
La
Madre estaba allí, junto a la Cruz. No llegó de repente al Gólgota, desde que
el discípulo amado la recordó en Caná, sin haber seguido paso a paso, con su
corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como madre y discípula
que ha seguido en todo la suerte de su Hijo, signo de contradicción como El,
totalmente de su parte.
Pero
solemne y majestuosa como una Madre, la madre de todos, la nueva Eva, la madre
de los hijos dispersos que ella reúne junto a la cruz de su Hijo. Maternidad
del corazón, que se ensancha con la espada de dolor que la fecunda. La palabra
de su Hijo que alarga su maternidad hasta los confines infinitos de todos los
hombres. Madre de los discípulos, de los hermanos de su Hijo. La maternidad de
María tiene el mismo alcance de la redención de Jesús. María contempla y vive
el misterio con la majestad de una Esposa, aunque con el inmenso dolor de una
Madre. Juan la glorifica con el recuerdo de esa maternidad. Ultimo testamento
de Jesús. Ultima dádiva.
Seguridad
de una presencia materna en nuestra vida, en la de todos. Porque María es fiel
a la palabra: He ahí a tu hijo. El soldado que traspasó el costado de Cristo de
la parte del corazón, no se dio cuenta que cumplía una profecía y realizaba un
último, estupendo gesto litúrgico. Del corazón de Cristo brota sangre y agua.
La sangre de la redención, el agua de la salvación. La sangre es signo de aquel
amor más grande, la vida entregada por nosotros, el agua es signo del Espíritu,
la vida misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre
nosotros.
Hoy
no se celebra la Eucaristía en todo el mundo. El altar luce sin mantel, sin
cruz, sin velas ni adornos. Recordamos la muerte de Jesús. Los ministros se
postran en el suelo ante el altar al comienzo de la ceremonia. Son la imagen de
la humanidad hundida y oprimida, y al tiempo penitente que implora perdón por
sus pecados. Van vestidos de rojo, el color de los mártires: de Jesús, el
primer testigo del amor del Padre y de todos aquellos que, como él, dieron y
siguen dando su vida por proclamar la liberación que Dios nos ofrece.
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